La explicación de por qué una pelota que se lanza hacia arriba vuelve a caer o de cómo es posible que los satélites artificiales orbiten la Tierra hoy en día parece muy sencilla: la responsable es la fuerza de la gravedad. Pero que la caída de los cuerpos terrestres y el movimiento de los astros respondieran al mismo fenómeno era algo que ni siquiera se sospechaba antes de que Isaac Newton enunciase la ley de gravitación universal. Durante más de dos siglos, ésta reinará como la única teoría que describe la fuerza gravitatoria de manera consistente, hasta que, a principios del siglo XX, es desbancada por la teoría de la relatividad general de Albert Einstein.
La historia de cómo el hombre llegó a desentrañar el misterio del movimiento de los astros en el universo comenzó hace muchos, muchos años, en la Antigua Grecia. El primer intento de encontrar una teoría que explicase la estructura del cosmos surge en el siglo VI a.C. de la mano de Anaximandro de Mileto (611-546 a.C.). Es suya una teoría geocéntrica que supone una Tierra plana y con forma circular suspendida en medio de todos los cuerpos celestes, que no son otra cosa que huecos dentro de una esfera de fuego que rodea la Tierra.
Aparte de sus aportaciones cosmológicas, Anaximandro y sus contemporáneos desempeñaron un papel fundamental en el nacimiento de la ciencia. Utilizando la razón y las matemáticas, buscaron la estructura y la causa de los movimientos celestes, es decir, procuraron desentrañar la realidad utilizando métodos verificables y no recurriendo a los mitos o la religión, como hasta entonces se había hecho. Esta reducción del caos aparente a un orden matemático sentó las bases para la aparición del conocimiento científico.
Dos siglos más tarde, Aristóteles (384-322 a.C.) reafirma y amplía el modelo geocéntrico y establece unas ideas sobre el universo que perdurarán como dogmas inamovibles durante casi dos milenios: en el centro del cosmos se encuentra la Tierra, morada del cambio y la corrupción. Los cielos, sin embargo, son el inmutable reino de la perfección, donde los objetos se mueven describiendo círculos, la forma perfecta.
Se trata pues de un universo dividido en dos partes diferenciadas: la región sublunar –hecha de tierra, agua, aire y fuego– y los cielos –hechos de éter o quintaesencia–. Su distinta condición provoca que en ambas regiones las leyes de la naturaleza sean distintas. Los cielos se organizan en esferas concéntricas que giran en torno a la Tierra y contienen los cuerpos celestes. El ‘Primer Motor Inmóvil’, origen de todo movimiento, hace girar la esfera de las estrellas fijas, que es la más exterior, y este movimiento se transmite de esfera en esfera provocando la rotación, con velocidad constante, de todos los cuerpos celestes. Por otro lado, la propia naturaleza de los objetos terrestres es la causa de su movimiento hacia el elemento que predomina en ellos, por eso las piedras caen hacia la Tierra.
El siglo III a.C. ve florecer a un pensador que desafía el saber establecido y propone el primer modelo de un universo heliocéntrico. Aristarco de Samos (310-230 a.C.) imagina un cosmos con el Sol inmóvil en su centro, alrededor del cual giran la Tierra y la esfera de las estrellas fijas. Pero este modelo no logra imponerse, no solo por ser totalmente contrario al sentido común, sino también por motivos filosóficos y físicos. Por su papel predominante respecto a los demás cuerpos celestes, la Tierra tendría que ser el centro de Universo. Además, ¿cómo podría una piedra lanzada hacia arriba volver a caer a nuestros pies si la Tierra estuviese rotando? ¿Y por qué no se siente el viento debido a su supuesto movimiento de traslación?
Aparte de sus aportaciones cosmológicas, Anaximandro y sus contemporáneos desempeñaron un papel fundamental en el nacimiento de la ciencia. Utilizando la razón y las matemáticas, buscaron la estructura y la causa de los movimientos celestes, es decir, procuraron desentrañar la realidad utilizando métodos verificables y no recurriendo a los mitos o la religión, como hasta entonces se había hecho. Esta reducción del caos aparente a un orden matemático sentó las bases para la aparición del conocimiento científico.
Dos siglos más tarde, Aristóteles (384-322 a.C.) reafirma y amplía el modelo geocéntrico y establece unas ideas sobre el universo que perdurarán como dogmas inamovibles durante casi dos milenios: en el centro del cosmos se encuentra la Tierra, morada del cambio y la corrupción. Los cielos, sin embargo, son el inmutable reino de la perfección, donde los objetos se mueven describiendo círculos, la forma perfecta.
Se trata pues de un universo dividido en dos partes diferenciadas: la región sublunar –hecha de tierra, agua, aire y fuego– y los cielos –hechos de éter o quintaesencia–. Su distinta condición provoca que en ambas regiones las leyes de la naturaleza sean distintas. Los cielos se organizan en esferas concéntricas que giran en torno a la Tierra y contienen los cuerpos celestes. El ‘Primer Motor Inmóvil’, origen de todo movimiento, hace girar la esfera de las estrellas fijas, que es la más exterior, y este movimiento se transmite de esfera en esfera provocando la rotación, con velocidad constante, de todos los cuerpos celestes. Por otro lado, la propia naturaleza de los objetos terrestres es la causa de su movimiento hacia el elemento que predomina en ellos, por eso las piedras caen hacia la Tierra.
El siglo III a.C. ve florecer a un pensador que desafía el saber establecido y propone el primer modelo de un universo heliocéntrico. Aristarco de Samos (310-230 a.C.) imagina un cosmos con el Sol inmóvil en su centro, alrededor del cual giran la Tierra y la esfera de las estrellas fijas. Pero este modelo no logra imponerse, no solo por ser totalmente contrario al sentido común, sino también por motivos filosóficos y físicos. Por su papel predominante respecto a los demás cuerpos celestes, la Tierra tendría que ser el centro de Universo. Además, ¿cómo podría una piedra lanzada hacia arriba volver a caer a nuestros pies si la Tierra estuviese rotando? ¿Y por qué no se siente el viento debido a su supuesto movimiento de traslación?
El Almagesto, un best-seller científico
Aunque las enseñanzas de Aristóteles seguían teniendo plena vigencia, la velocidad constante de las esferas celestes pronto evidencia un grave problema: no permite explicar el movimiento retrógrado observado en los cinco planetas entonces conocidos (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) ni los cambios en su luminosidad.
Para justificar estos dos fenómenos celestes, Claudio Ptolomeo (85-165) concibe, ya en el siglo II de nuestra era, un artificioso mecanismo a base de círculos dentro de círculos. En su visión del universo los planetas, en vez de estar directamente unidos a las esferas, describen círculos dentro de las esferas.
Ptolomeo presenta sus descubrimientos en un libro titulado Mathēmatikē syntaxis (Tratado matemático) o, según su posterior traducción al árabe, al-Majisti o Almagesto (El más grande). El Almagesto apuntala dos pilares de la cosmología que seguirán vigentes hasta bien entrado el siglo XVII: todo gira en torno a la Tierra y todos los objetos celestes se mueven con movimiento circular a velocidad constante. Las traducciones al latín de este extenso tratado astronómico ejercieron una enorme influencia en la Europa medieval; no en vano, comparte con los Elementos de Euclides el honor de haber sido el libro científico en uso durante más tiempo.
La Antigua Grecia, cuna de la ciencia y escenario en el que alcanzó niveles sublimes, ve caer el saber científico en un paulatino abandono como consecuencia de su conquista por los romanos, más interesados en las habilidades militares que en las intelectuales. En Occidente, el declive de la ciencia desembocará en la Edad Media en una larga época de oscuridad de la que no se recuperará hasta la llegada del Renacimiento.
De hecho, desde el año 150 –cuando el Almagesto de Ptolomeo fue publicado–, y durante casi mil cuatrocientos años, nada cambió en el universo. El conocimiento científico en la Europa medieval continuó regido por el estudio de los clásicos, lo que en astronomía quería decir mantenerse fiel a las directrices marcadas por Aristóteles y Ptolomeo.
Aunque las enseñanzas de Aristóteles seguían teniendo plena vigencia, la velocidad constante de las esferas celestes pronto evidencia un grave problema: no permite explicar el movimiento retrógrado observado en los cinco planetas entonces conocidos (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) ni los cambios en su luminosidad.
Para justificar estos dos fenómenos celestes, Claudio Ptolomeo (85-165) concibe, ya en el siglo II de nuestra era, un artificioso mecanismo a base de círculos dentro de círculos. En su visión del universo los planetas, en vez de estar directamente unidos a las esferas, describen círculos dentro de las esferas.
Ptolomeo presenta sus descubrimientos en un libro titulado Mathēmatikē syntaxis (Tratado matemático) o, según su posterior traducción al árabe, al-Majisti o Almagesto (El más grande). El Almagesto apuntala dos pilares de la cosmología que seguirán vigentes hasta bien entrado el siglo XVII: todo gira en torno a la Tierra y todos los objetos celestes se mueven con movimiento circular a velocidad constante. Las traducciones al latín de este extenso tratado astronómico ejercieron una enorme influencia en la Europa medieval; no en vano, comparte con los Elementos de Euclides el honor de haber sido el libro científico en uso durante más tiempo.
La Antigua Grecia, cuna de la ciencia y escenario en el que alcanzó niveles sublimes, ve caer el saber científico en un paulatino abandono como consecuencia de su conquista por los romanos, más interesados en las habilidades militares que en las intelectuales. En Occidente, el declive de la ciencia desembocará en la Edad Media en una larga época de oscuridad de la que no se recuperará hasta la llegada del Renacimiento.
De hecho, desde el año 150 –cuando el Almagesto de Ptolomeo fue publicado–, y durante casi mil cuatrocientos años, nada cambió en el universo. El conocimiento científico en la Europa medieval continuó regido por el estudio de los clásicos, lo que en astronomía quería decir mantenerse fiel a las directrices marcadas por Aristóteles y Ptolomeo.
El camino hacia la universalidad de la gravitación
A principios del siglo XVI empieza a hacerse la luz en el mundo científico. Las expediciones españolas y portuguesas al nuevo mundo vienen acompañadas de un resurgir de la astronomía, ya que los navegantes requerían de mediciones astronómicas precisas para orientarse en el largo viaje. Así mismo, los desajustes cada vez mayores entre el calendario y los eventos celestes (tales como equinoccios o solsticios) hacían necesario actualizar las tablas astronómicas existentes.
En este clima de renacimiento de la astronomía vivió Nicolás Copérnico (1473-1543). En 1543, año de su muerte, se imprime en Núremberg su obra De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones de las esferas celestes), en la que expone las bases matemáticas y las pruebas experimentales que justifican el modelo heliocéntrico.
El Sol está ahora inmóvil cerca del centro del universo, y la Tierra y los planetas giran a su alrededor. El movimiento retrógrado de los planetas queda finalmente explicado de una manera sencilla, y el orden de los planetas, que Ptolomeo había dispuesto como una convención, queda definitivamente establecido. No logra, sin embargo, librarse de los movimientos circulares de la tradición aristoteliana, por lo que, al igual que Ptolomeo, tiene que recurrir al uso de círculos dentro de las órbitas.
La nueva teoría heliocéntrica, aunque presentaba innegables ventajas con respecto a las teorías anteriores, no fue bien recibida por la comunidad científica de la época, y menos aún por las autoridades religiosas, que la consideraron contraria a las Sagradas Escrituras.
La revolución científica
El método de trabajo de Copérnico ilustra la nueva manera de estudiar los fenómenos científicos que desembocaría en el nacimiento de la ciencia moderna. Su discípulo Rheticus (sin cuyo impulso y apoyo De revolutionibus nunca habría sido publicado) lo describe de la siguiente manera:
A principios del siglo XVI empieza a hacerse la luz en el mundo científico. Las expediciones españolas y portuguesas al nuevo mundo vienen acompañadas de un resurgir de la astronomía, ya que los navegantes requerían de mediciones astronómicas precisas para orientarse en el largo viaje. Así mismo, los desajustes cada vez mayores entre el calendario y los eventos celestes (tales como equinoccios o solsticios) hacían necesario actualizar las tablas astronómicas existentes.
En este clima de renacimiento de la astronomía vivió Nicolás Copérnico (1473-1543). En 1543, año de su muerte, se imprime en Núremberg su obra De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones de las esferas celestes), en la que expone las bases matemáticas y las pruebas experimentales que justifican el modelo heliocéntrico.
El Sol está ahora inmóvil cerca del centro del universo, y la Tierra y los planetas giran a su alrededor. El movimiento retrógrado de los planetas queda finalmente explicado de una manera sencilla, y el orden de los planetas, que Ptolomeo había dispuesto como una convención, queda definitivamente establecido. No logra, sin embargo, librarse de los movimientos circulares de la tradición aristoteliana, por lo que, al igual que Ptolomeo, tiene que recurrir al uso de círculos dentro de las órbitas.
La nueva teoría heliocéntrica, aunque presentaba innegables ventajas con respecto a las teorías anteriores, no fue bien recibida por la comunidad científica de la época, y menos aún por las autoridades religiosas, que la consideraron contraria a las Sagradas Escrituras.
La revolución científica
El método de trabajo de Copérnico ilustra la nueva manera de estudiar los fenómenos científicos que desembocaría en el nacimiento de la ciencia moderna. Su discípulo Rheticus (sin cuyo impulso y apoyo De revolutionibus nunca habría sido publicado) lo describe de la siguiente manera:
“Comparando los datos experimentales de Ptolomeo con sus propias observaciones, mi maestro obtiene pruebas de que la teoría geocéntrica debe ser rechazada. Basándose en estudios geométricos, establece una nueva hipótesis, la de que los planetas, incluida la Tierra, son los que giran alrededor del Sol. Posteriormente confirma que las observaciones se ajustan a la nueva hipótesis, y finalmente, como consecuencia, reescribe las leyes de la astronomía”.
Adaptado de 'De libris revolutionum Copernici narratio prima', más conocido como 'Narratio prima', escrito en 1540 por Georg Joachim Rheticus.
La sustitución de la Tierra por el Sol como centro del universo, junto con el alegato a favor de la práctica anatómica como medio necesario para el conocimiento del cuerpo humano que Andreas Vesalio expone en su obra De humani corporis fabrica (La fábrica del cuerpo humano) –publicada en Basilea el mismo año que De revolutionibus–, señalan 1543 como el año de inicio de la revolución científica que sentaría las bases de la ciencia moderna.
La prueba de la poca aceptación que tuvo la teoría cosmológica de Copérnico la ofrece el astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) con la publicación, en 1588, de De mundi aetherei recentioribus phaenomenis (Sobre los nuevos fenómenos del mundo etéreo). Cuarenta y cinco años después de la difusión de las ideas heliocéntricas de Copérnico, Brahe da marcha atrás y propone un modelo a medio camino entre el geocentrismo y el heliocentrismo. La Tierra vuelve a estar inmóvil en el centro del universo, con el Sol y la Luna orbitando a su alrededor, mientras que los planetas describen órbitas circulares alrededor del Sol. En una cristianización de las ideas de Aristóteles, Dios, con la ayuda de los ángeles, pone en movimiento la esfera de las estrellas, que a su vez mueve a los planetas.
Aunque este modelo no tuvo mucho éxito, la contribución de Brahe al desarrollo definitivo de la teoría heliocéntrica sería decisiva, a pesar de que no contemplara que la Tierra orbitara como los demás planetas. Fue un astrónomo que, además de diseñar y fabricar nuevos instrumentos, revolucionó la observación astronómica (en vez de estudiar las posiciones de los astros en puntos importantes de sus órbitas, como hasta entonces era práctica habitual, él analizó las órbitas completas de los objetos celestes). Brahe nunca publicó en vida sus exhaustivas y cuidadosas observaciones, pero un joven ayudante suyo, dotado de inmenso talento matemático, pudo utilizarlas para llevar a cabo sus propios cálculos. El nombre de este ayudante era Johannes Kepler.
La prueba de la poca aceptación que tuvo la teoría cosmológica de Copérnico la ofrece el astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) con la publicación, en 1588, de De mundi aetherei recentioribus phaenomenis (Sobre los nuevos fenómenos del mundo etéreo). Cuarenta y cinco años después de la difusión de las ideas heliocéntricas de Copérnico, Brahe da marcha atrás y propone un modelo a medio camino entre el geocentrismo y el heliocentrismo. La Tierra vuelve a estar inmóvil en el centro del universo, con el Sol y la Luna orbitando a su alrededor, mientras que los planetas describen órbitas circulares alrededor del Sol. En una cristianización de las ideas de Aristóteles, Dios, con la ayuda de los ángeles, pone en movimiento la esfera de las estrellas, que a su vez mueve a los planetas.
Aunque este modelo no tuvo mucho éxito, la contribución de Brahe al desarrollo definitivo de la teoría heliocéntrica sería decisiva, a pesar de que no contemplara que la Tierra orbitara como los demás planetas. Fue un astrónomo que, además de diseñar y fabricar nuevos instrumentos, revolucionó la observación astronómica (en vez de estudiar las posiciones de los astros en puntos importantes de sus órbitas, como hasta entonces era práctica habitual, él analizó las órbitas completas de los objetos celestes). Brahe nunca publicó en vida sus exhaustivas y cuidadosas observaciones, pero un joven ayudante suyo, dotado de inmenso talento matemático, pudo utilizarlas para llevar a cabo sus propios cálculos. El nombre de este ayudante era Johannes Kepler.
Utilizando los exactos y completos datos recabados durante años por Tycho Brahe y basándose en conceptos geométricos básicos, Johannes Kepler (1571-1630) analizó las posibles órbitas que concordaban con las observaciones experimentales. Sus conclusiones fueron rotundas: los planetas no describen círculos perfectos, sino que se mueven en órbitas elípticas alrededor del Sol. Además, su velocidad no es constante, sino que cambia continuamente.
Kepler establece así un modelo sencillo y preciso para describir los movimientos planetarios. Su teoría se puede resumir en las tres famosas leyes que llevan su nombre: los planetas describen órbitas elípticas con el Sol situado en uno de los focos, el radio-vector que une un planeta con el Sol barre áreas iguales en tiempos iguales, y el cuadrado del período orbital de un planeta es proporcional al cubo de su distancia media al Sol. Las dos primeras leyes fueron publicadas en 1609 en su obra Astronomia nova (Nueva astronomía), mientras que la tercera tuvo que esperar diez años para ver la luz en Harmonices mundi (La armonía de los mundos).
Aunque Kepler intuía que la causa del movimiento de los objetos celestes tenía que tener su origen en el Sol, no alcanzó a comprender la naturaleza de esta influencia. Erróneamente supuso que el ‘magnetismo’ del Sol activaba el poder magnético que cada planeta poseía y provocaba su movimiento.
El telescopio, un objeto “realmente admirable”
No es exagerado afirmar que el telescopio fue uno de los instrumentos más decisivos en la revolución científica. Gracias a él, la teoría heliocéntrica iba a recibir un respaldo definitivo de la mano del italiano Galileo Galilei (1564-1642).
Matemático, astrónomo y filósofo natural, Galileo fue también un ingenioso y hábil constructor de instrumentos científicos. Según él mismo relata en su libro Sidereus nuncius (Un mensaje de los astros):
Kepler establece así un modelo sencillo y preciso para describir los movimientos planetarios. Su teoría se puede resumir en las tres famosas leyes que llevan su nombre: los planetas describen órbitas elípticas con el Sol situado en uno de los focos, el radio-vector que une un planeta con el Sol barre áreas iguales en tiempos iguales, y el cuadrado del período orbital de un planeta es proporcional al cubo de su distancia media al Sol. Las dos primeras leyes fueron publicadas en 1609 en su obra Astronomia nova (Nueva astronomía), mientras que la tercera tuvo que esperar diez años para ver la luz en Harmonices mundi (La armonía de los mundos).
Aunque Kepler intuía que la causa del movimiento de los objetos celestes tenía que tener su origen en el Sol, no alcanzó a comprender la naturaleza de esta influencia. Erróneamente supuso que el ‘magnetismo’ del Sol activaba el poder magnético que cada planeta poseía y provocaba su movimiento.
El telescopio, un objeto “realmente admirable”
No es exagerado afirmar que el telescopio fue uno de los instrumentos más decisivos en la revolución científica. Gracias a él, la teoría heliocéntrica iba a recibir un respaldo definitivo de la mano del italiano Galileo Galilei (1564-1642).
Matemático, astrónomo y filósofo natural, Galileo fue también un ingenioso y hábil constructor de instrumentos científicos. Según él mismo relata en su libro Sidereus nuncius (Un mensaje de los astros):
“Hace unos diez meses llegó a mis oídos que cierto flamenco había fabricado un aparato gracias al cual se veían más cercanos objetos que, por su lejanía, estaban ocultos a la vista. De este objeto realmente admirable circulaban comentarios a los cuales unos ofrecían credibilidad y otros lo negaban. (…) Esa fue la causa que me llevó a buscar las razones y a elegir los medios por los que se llega a la invención de un instrumento semejante, lo que finalmente conseguí poco después basándome en la doctrina de las refracciones.”
Galileo Galilei: 'Sidereus nuncius'. Venecia, 1610
El telescopio que Galileo construyó en 1609 resultó ser muy superior al original holandés. Con una lente que alcanzaba los sesenta aumentos, le proporcionó una visión del universo completamente desconocida hasta entonces. Por primera vez, observó las lunas de Júpiter, lo cual confirmaba que no todo gira en torno a la Tierra. También descubrió las fases de Venus, que encajaban perfectamente en las predicciones del modelo heliocéntrico. De esta forma, había quedado definitivamente demostrada la superioridad del modelo heliocéntrico de Copérnico sobre el geocéntrico de Ptolomeo.
Otros muchos fenómenos, nunca antes observados, surgieron a los ojos de Galileo. La luna tenía valles y montañas, el Sol tenía manchas… ¡Los cuerpos celestes no eran tan perfectos como Aristóteles nos había hecho creer! La consecuencia era clara: la Tierra y los cuerpos celestes están hechos de la misma materia. Eliminando la distinción entre objetos terrestres y celestes, todos los objetos del universo podían ya compartir las mismas leyes de la naturaleza.
Otros muchos fenómenos, nunca antes observados, surgieron a los ojos de Galileo. La luna tenía valles y montañas, el Sol tenía manchas… ¡Los cuerpos celestes no eran tan perfectos como Aristóteles nos había hecho creer! La consecuencia era clara: la Tierra y los cuerpos celestes están hechos de la misma materia. Eliminando la distinción entre objetos terrestres y celestes, todos los objetos del universo podían ya compartir las mismas leyes de la naturaleza.
Galileo dedicó también gran parte de su esfuerzo científico al estudio del movimiento. En el campo de la caída libre de los cuerpos rompió de nuevo con la teoría establecida. Según Aristóteles, la velocidad de caída era directamente proporcional al peso del objeto, pero Galileo demostró que en el vacío todos los cuerpos, independientemente de su peso o forma, caen con exactamente la misma aceleración, y que la distancia recorrida en su caída es proporcional al cuadrado del tiempo empleado. Sin embargo, no estudió la naturaleza de las causas que producen los movimientos.
En 1632 Galileo publica Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo Tolemaico, e Copernicano (Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, ptolemaico y copernicano), una acalorada defensa de sus ideas heliocéntricas que fue la causa del tristemente conocido juicio en el que se vio obligado a renegar de sus ideas para salvar su vida y en el que se le condenó a arresto domiciliario de por vida.
La gravitación se hace universal
Aunque ni Kepler ni Galileo formularon nunca una teoría de la fuerza gravitatoria, la descripción del movimiento planetario por parte del primero, y los trabajos del segundo en la caída de los cuerpos allanaron el camino para que Isaac Newton (1642-1727) lograse relacionar la causa de dos movimientos a los que hasta entonces se les había otorgado distinta naturaleza.
Analizando el movimiento de la Luna alrededor de la Tierra y comparándolo con la caída de un objeto al suelo, Newton dedujo que, en ambos casos, la fuerza que producía el movimiento era la misma. Esta fuerza, concluyó, es mayor cuanto mayor sea la masa de los cuerpos y disminuye con el cuadrado de la distancia entre ellos. La ley de gravitación universal, que rige la interacción entre todos los cuerpos con masa del universo, acababa de ver la luz.
El gran avance de Newton en este campo no fue únicamente haber dado cuenta de la magnitud de la fuerza atractiva entre dos cuerpos con masa, sino que su mayor mérito radica en haber sido el primero en descubrir la universalidad de dicha fuerza.
Había algo, sin embargo, que no dejaba de preocuparle. ¿Cómo es posible que la influencia de la fuerza gravitatoria se manifieste instantáneamente y que pueda actuar a distancia, incluso a través del vacío, sin la mediación de ninguna otra cosa? Muchos científicos intentarían buscar el mecanismo que diese respuesta a esta pregunta, pero ninguno pudo encontrar una explicación satisfactoria. Sin embargo, como la ley de gravitación universal describía con exactitud los fenómenos observados, fue aceptada sin reservas.
“La gravedad existe en todos los cuerpos, y debe ser proporcional a la cantidad de materia de
cada uno de ellos”. Isaac Newton, ‘Philosophiae naturalis principia mathematica’ (1687).
cada uno de ellos”. Isaac Newton, ‘Philosophiae naturalis principia mathematica’ (1687).
La belleza de la relatividad general
A principios del siglo XX, la teoría de Newton sobre la gravedad seguía teniendo plena y absoluta vigencia, pues concordaba con exactitud con las medidas experimentales. Recapitulando, esta teoría presupone una acción a distancia que se manifiesta instantáneamente. El Sol, por ejemplo, ejerce una fuerza gravitatoria sobre la Tierra cuya intensidad es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre los dos astros. De acuerdo con esto, si el Sol se moviese ligeramente la magnitud de la fuerza gravitatoria también cambiaría, y este cambio se sentiría instantáneamente en la Tierra. Es decir, la teoría de Newton se apoya en la noción de simultaneidad absoluta: el cambio en la posición del Sol –allí– y el efecto producido en la Tierra –aquí– tienen lugar al mismo tiempo.
Parecía que todo funcionaba bien, pero las cosas van a empezar a complicarse. En 1905 la teoría de la relatividad especial altera profundamente las nociones tradicionales de espacio y tiempo. La simultaneidad absoluta es eliminada de la física y se convierte en un concepto relativo: dos fenómenos que tienen lugar al mismo tiempo para un observador pueden no ser simultáneos para otro. Como consecuencia, no quedaba más remedio que modificar la teoría de Newton para acomodarla a la teoría de la relatividad.
En el año 1907 Albert Einstein (1879-1955) se pone manos a la obra. Pero lo que empezó como unos sencillos ajustes en la teoría newtoniana desembocó en un replanteamiento de la relatividad especial para que la gravitación tuviese cabida en ella. Tras más de siete años de agotador trabajo, y gracias en buena medida a la colaboración de David Hilbert –el matemático más brillante de la época, que le ayudó a formular las ecuaciones matemáticas del campo gravitatorio–, en noviembre de 1915 Einstein da por finalizada la teoría de la relatividad general.
En la versión newtoniana de la fuerza de la gravedad, la fuerza gravitatoria del Sol perturba la trayectoria inercial en la que tiende a moverse la Tierra (en línea recta con velocidad constante), lo que hace que se desvíe y termine describiendo una elipse. La teoría de la relatividad general justifica este movimiento utilizando un revolucionario planteamiento: el Sol no ejerce ninguna fuerza gravitatoria, lo que sucede es que su presencia curva el espacio-tiempo a su alrededor, de manera que la Tierra simplemente se mueve siguiendo la trayectoria inercial determinada por este espacio-tiempo curvado. Es decir, Einstein reemplaza el concepto de fuerza gravitatoria por el de movimiento en un espacio-tiempo curvado.
La superioridad de la nueva teoría sobre la newtoniana quedó posteriormente corroborada tras pasar la prueba definitiva: la confirmación experimental. En palabras del propio Einstein:
“La teoría de la gravitación derivada del postulado de la relatividad general destaca no sólo por su belleza (…), sino que también explica dos efectos astronómicos observados, de naturaleza bien distinta, ante los cuales falla la Mecánica clásica. El segundo de estos efectos, la curvatura de los rayos de luz en el campo gravitatorio del Sol (…); el primero concierne a la órbita del planeta Mercurio.”
Albert Einstein: 'Über die spezielle und die allgemeine Relativitätstheorie. Gemeinverständlich' (La teoría de la relatividad especial y general, al alcance de todos). Braunschweig, 1917.
¿Quiere esto decir que, después de más de doscientos años funcionando a la perfección, ya no es válida la ley de gravitación universal de Newton? En absoluto. Si se consideran campos gravitatorios débiles y masas que se mueven con velocidades pequeñas comparadas con la de la luz, entonces las ecuaciones de la teoría de la relatividad general se reducen a la teoría de Newton como primera aproximación. Pero otros fenómenos que no encuentran explicación posible en el marco de la teoría newtoniana sí quedan perfectamente justificados con las ecuaciones de la relatividad general. De este modo, la mecánica clásica queda ampliada por la relatividad general y se convierte en un caso particular de ella.
Y así acaba la historia de unos hombres extraordinarios que, liberándose de mitos y dioses, apoyándose en los conocimientos de sus predecesores para adoptarlos o refutarlos, y ayudándose de la razón, la experimentación y las matemáticas como único medio de llegar al conocimiento verdadero de las leyes de la naturaleza lograron desentrañar las reglas que rigen el inmenso mundo que se extiende sobre nuestras cabezas.
Y así acaba la historia de unos hombres extraordinarios que, liberándose de mitos y dioses, apoyándose en los conocimientos de sus predecesores para adoptarlos o refutarlos, y ayudándose de la razón, la experimentación y las matemáticas como único medio de llegar al conocimiento verdadero de las leyes de la naturaleza lograron desentrañar las reglas que rigen el inmenso mundo que se extiende sobre nuestras cabezas.
Para saber más:
- Sidereus nuncius. Traducciones de la obra de Galileo al castellano, gallego, catalán y euskera, editadas por el Museo Nacional de Ciencia y Tecnología (MUNCYT).
- Infografía: Una breve historia de la fuerza gravitatoria. Resumen ilustrado de las principales aportaciones de los protagonistas de este periplo.