La Organización Mundial de la Salud lleva años avisando: los casos de cáncer de piel provocados por la exposición al sol no han dejado de aumentar desde principios de los años setenta. Envejecimiento prematuro de la piel, quemaduras, cataratas o aumento del riesgo de sufrir enfermedades infecciosas son otras consecuencias que puede tener una exposición excesiva a la radiación ultravioleta.
La radiación ultravioleta no se ve, y tampoco se siente. Sin embargo, puede causar enormes daños en el organismo. La historia de cómo una radiación que se origina a una distancia de millones de kilómetros puede tener efectos tan perjudiciales sobre la salud comienza en el interior del sol.
La radiación ultravioleta no se ve, y tampoco se siente. Sin embargo, puede causar enormes daños en el organismo. La historia de cómo una radiación que se origina a una distancia de millones de kilómetros puede tener efectos tan perjudiciales sobre la salud comienza en el interior del sol.
¿Por qué brilla el sol?
A principios del siglo XX, la vieja teoría de la contracción gravitacional como fuente de energía estelar empezó a tambalearse. El descubrimiento de la radiactividad natural por Henri Becquerel en 1896, y la teoría de la relatividad enunciada por Albert Einstein en 1905, abrieron el camino para desentrañar el mecanismo que rige la producción de energía en las estrellas.
Hans Bethe, físico nuclear de origen alemán afincado en Estados Unidos, publicó en 1939 en la revista Physical Review un artículo titulado "Energy production in stars" (Producción de energía en las estrellas). En él afirmaba que la energía que producen las estrellas se debe a un proceso de fusión nuclear por el cual el hidrógeno de su interior se convierte en helio. También analizaba los dos maneras en que se puede producir esta fusión y que hoy sabemos son las responsables del brillo de las estrellas: la fusión protón-protón en estrellas como nuestro sol, y el ciclo C-N-O en estrellas más masivas.
En reconocimiento a estos trascendentales descubrimientos, Bethe recibió en 1967 el premio Nobel de física "por sus contribuciones a la teoría de las reacciones nucleares, especialmente sus descubrimientos relativos a la producción de energía en las estrellas".
A principios del siglo XX, la vieja teoría de la contracción gravitacional como fuente de energía estelar empezó a tambalearse. El descubrimiento de la radiactividad natural por Henri Becquerel en 1896, y la teoría de la relatividad enunciada por Albert Einstein en 1905, abrieron el camino para desentrañar el mecanismo que rige la producción de energía en las estrellas.
Hans Bethe, físico nuclear de origen alemán afincado en Estados Unidos, publicó en 1939 en la revista Physical Review un artículo titulado "Energy production in stars" (Producción de energía en las estrellas). En él afirmaba que la energía que producen las estrellas se debe a un proceso de fusión nuclear por el cual el hidrógeno de su interior se convierte en helio. También analizaba los dos maneras en que se puede producir esta fusión y que hoy sabemos son las responsables del brillo de las estrellas: la fusión protón-protón en estrellas como nuestro sol, y el ciclo C-N-O en estrellas más masivas.
En reconocimiento a estos trascendentales descubrimientos, Bethe recibió en 1967 el premio Nobel de física "por sus contribuciones a la teoría de las reacciones nucleares, especialmente sus descubrimientos relativos a la producción de energía en las estrellas".
Fusiones y más fusiones
La explicación de cómo el hidrógeno del sol se puede transformar en helio nos la da la cadena protón-protón, que se desarrolla en tres pasos.
Paso 1: Formación de deuterio
El primer paso empieza quebrantando una de las principales reglas de la física clásica. Dos núcleos de hidrógeno (dos protones) se acercan uno a otro en el plasma que constituye el interior del sol. Al tener ambos carga positiva se repelerán; además, cuanto más se aproximen más energía habrá que suministrarles para vencer esta repulsión. Pero la altísima temperatura del núcleo solar les proporciona a estos protones tal energía que terminan acercándose lo suficiente para que empiece a actuar una nueva fuerza, la fuerza nuclear fuerte, y se fusionan convirtiéndose en un solo núcleo.
La magia de este primer paso no termina aquí, ya que el núcleo resultante de esta fusión es un isótopo pesado del hidrógeno llamado deuterio, que está formado por un protón y un neutrón. ¿Cómo puede ser que fusionando dos protones se obtenga un protón y un neutrón? La culpable de esta transformación es la fuerza nuclear débil, que actúa sobre los quarks que forman las partículas elementales y provoca la transmutación de uno de los protones en un neutrón.
Como consecuencia de esta reacción también se forman un positrón (la antipartícula del electrón) y un neutrino (una curiosa partícula que apenas interacciona con la materia).
La explicación de cómo el hidrógeno del sol se puede transformar en helio nos la da la cadena protón-protón, que se desarrolla en tres pasos.
Paso 1: Formación de deuterio
El primer paso empieza quebrantando una de las principales reglas de la física clásica. Dos núcleos de hidrógeno (dos protones) se acercan uno a otro en el plasma que constituye el interior del sol. Al tener ambos carga positiva se repelerán; además, cuanto más se aproximen más energía habrá que suministrarles para vencer esta repulsión. Pero la altísima temperatura del núcleo solar les proporciona a estos protones tal energía que terminan acercándose lo suficiente para que empiece a actuar una nueva fuerza, la fuerza nuclear fuerte, y se fusionan convirtiéndose en un solo núcleo.
La magia de este primer paso no termina aquí, ya que el núcleo resultante de esta fusión es un isótopo pesado del hidrógeno llamado deuterio, que está formado por un protón y un neutrón. ¿Cómo puede ser que fusionando dos protones se obtenga un protón y un neutrón? La culpable de esta transformación es la fuerza nuclear débil, que actúa sobre los quarks que forman las partículas elementales y provoca la transmutación de uno de los protones en un neutrón.
Como consecuencia de esta reacción también se forman un positrón (la antipartícula del electrón) y un neutrino (una curiosa partícula que apenas interacciona con la materia).
Paso 2: Formación de helio-3
El recién formado deuterio tarde o temprano terminará colisionando con uno de los muchos protones que flotan en el plasma solar. Como consecuencia tiene lugar otra fusión nuclear, creándose esta vez un núcleo de helio-3, un isótopo ligero del helio que tiene dos protones y un solo neutrón.
Paso 3: Formación de partículas alfa
Más fusiones: dos núcleos del helio-3 creado en el proceso anterior rompen la barrera electrostática y se convierten en un solo núcleo. El resultado es, finalmente, una partícula alfa (dos protones y dos neutrones), que no es otra cosa que un núcleo de helio (en concreto, de helio-4, el helio más abundante en el universo). Además, se liberan dos protones.
El interior del sol es, por tanto, un enorme reactor nuclear en el que continuamente cada cuatro núcleos de hidrógeno se fusionan para dar lugar a un núcleo de helio. ¿Pero de dónde sale la energía que lo hace brillar?
E=mc2
En las fusiones nucleares de la cadena protón-protón, la masa del helio formado resulta ser menor que la masa inicial del hidrógeno. Es decir, parte de la masa se ha perdido. Para saber a dónde ha ido la masa que falta hay que recurrir a la archifamosa ecuación E=mc2, obtenida por Albert Einstein a partir de su teoría especial de la relatividad. Y lo que dice esta ecuación es que la masa desaparecida se ha transformado precisamente en energía. En concreto, en energía electromagnética en forma de fotones.
Aunque aproximadamente sólo un 0,7% de la masa del hidrógeno del sol termina convirtiéndose en energía, la extraordinaria cantidad de combustible que contiene hace que la energía emitida por nuestra estrella sea enorme.
El largo viaje de un fotón
Los fotones de alta energía creados en el interior del sol en las reacciones de fusión nuclear intentan escapar hacia el exterior. Al hacerlo, se van "tropezando" con los átomos que se encuentran en su camino y les transfieren su energía. A su vez, estos átomos reemiten esa energía en forma fotones de distintas frecuencias, que son absorbidos y emitidos sucesivamente por otros átomos hasta que llegan a la capa más externa del sol, la fotosfera. Los átomos de la fotosfera sólo son capaces de emitir fotones en un rango de frecuencias muy concreto: radiación infrarroja, luz visible y rayos ultravioleta, así que ésta es la radiación que finalmente escapa del sol y llega a la Tierra.
Debido a la elevadísima densidad del interior del sol, el accidentado viaje desde el núcleo donde fue creado hasta la superficie del sol le lleva a cada fotón varios miles de años. Sin embargo, en la última parte de su viaje, la radiación recorre en poco más de ocho minutos los ciento cincuenta millones de kilómetros de espacio vacío que separan la superficie del sol de la Tierra.
Calor, color y rayos UVA
Radiación infrarroja, luz visible y rayos ultravioleta son tres tipos de radiación de muy distintas características. Los rayos infrarrojos transportan el calor del sol; de hecho, todos los cuerpos emiten calor en forma de radiación infrarroja. La luz visible, con su variado abanico de colores, es el único tipo de radiación electromagnética que los seres humanos podemos ver. Algunos animales tienen los fotorreceptores adecuados para ver otros tipos de radiación: las abejas, por ejemplo, pueden guiarse por los colores ultravioleta de las flores para localizar las zonas más ricas en néctar.
Dentro del espectro de la radiación ultravioleta se pueden distinguir tres zonas que, de menor a mayor energía, se denominan UVA, UVB y UVC. Afortunadamente, no toda la radiación ultravioleta que sale del sol alcanza la superficie de la Tierra. La atmósfera y la capa de ozono absorben de manera muy eficaz gran parte de esta radiación, gracias a lo cual la radiación ultravioleta que finalmente recibimos está formada, en su mayor parte, por rayos UVA, con una pequeña proporción de los más peligrosos UVB.
La radiación ultravioleta y el ADN
Los rayos ultravioleta que consiguen atravesar la atmósfera e inciden en nuestra piel estimulan la producción de melanina –el pigmento que da color a la piel–, que actúa como fotoprotector. Dicho de otra manera, el bronceado no es más que una defensa de nuestro organismo contra las agresiones de los rayos ultravioleta. Pero estos rayos pueden también provocar otras transformaciones más nocivas en nuestras células y en las biomoléculas que las componen.
Volvamos con uno de aquellos fotones que se formaron en el sol hace miles de años y que viaja hasta la Tierra en forma de radiación ultravioleta. Cuando este fotón es absorbido por una molécula del organismo, se produce una serie de reacciones fotoquímicas. Como consecuencia de estas reacciones se forman los perjudiciales radicales libres, que provocan daños indiscriminados en las moléculas que los rodean. Aunque la formación de los radicales libres y los daños que provocan tienen lugar extremadamente rápido, sus efectos pueden tardar horas, días o incluso años en manifestarse. Los radicales libres creados por la radiación ultravioleta afectan de manera especial a las moléculas de ADN, modificando el material genético que contienen. Normalmente estos daños pueden ser reparados por las propias células, pero si las alteraciones producidas son demasiado grandes o si la reparación no se realiza de manera eficaz, algunas de las modificaciones en el ADN terminan convirtiéndose en mutaciones permanentes. Y esto finalmente puede derivar en la aparición de algún tipo de cáncer de piel.
Hagámosle pues caso a la OMS: disfrutemos del sol y de sus innegables beneficios, pero no dejemos que sus peligrosos rayos ultravioleta encuentren a nuestras células desprotegidas.
Radiación infrarroja, luz visible y rayos ultravioleta son tres tipos de radiación de muy distintas características. Los rayos infrarrojos transportan el calor del sol; de hecho, todos los cuerpos emiten calor en forma de radiación infrarroja. La luz visible, con su variado abanico de colores, es el único tipo de radiación electromagnética que los seres humanos podemos ver. Algunos animales tienen los fotorreceptores adecuados para ver otros tipos de radiación: las abejas, por ejemplo, pueden guiarse por los colores ultravioleta de las flores para localizar las zonas más ricas en néctar.
Dentro del espectro de la radiación ultravioleta se pueden distinguir tres zonas que, de menor a mayor energía, se denominan UVA, UVB y UVC. Afortunadamente, no toda la radiación ultravioleta que sale del sol alcanza la superficie de la Tierra. La atmósfera y la capa de ozono absorben de manera muy eficaz gran parte de esta radiación, gracias a lo cual la radiación ultravioleta que finalmente recibimos está formada, en su mayor parte, por rayos UVA, con una pequeña proporción de los más peligrosos UVB.
La radiación ultravioleta y el ADN
Los rayos ultravioleta que consiguen atravesar la atmósfera e inciden en nuestra piel estimulan la producción de melanina –el pigmento que da color a la piel–, que actúa como fotoprotector. Dicho de otra manera, el bronceado no es más que una defensa de nuestro organismo contra las agresiones de los rayos ultravioleta. Pero estos rayos pueden también provocar otras transformaciones más nocivas en nuestras células y en las biomoléculas que las componen.
Volvamos con uno de aquellos fotones que se formaron en el sol hace miles de años y que viaja hasta la Tierra en forma de radiación ultravioleta. Cuando este fotón es absorbido por una molécula del organismo, se produce una serie de reacciones fotoquímicas. Como consecuencia de estas reacciones se forman los perjudiciales radicales libres, que provocan daños indiscriminados en las moléculas que los rodean. Aunque la formación de los radicales libres y los daños que provocan tienen lugar extremadamente rápido, sus efectos pueden tardar horas, días o incluso años en manifestarse. Los radicales libres creados por la radiación ultravioleta afectan de manera especial a las moléculas de ADN, modificando el material genético que contienen. Normalmente estos daños pueden ser reparados por las propias células, pero si las alteraciones producidas son demasiado grandes o si la reparación no se realiza de manera eficaz, algunas de las modificaciones en el ADN terminan convirtiéndose en mutaciones permanentes. Y esto finalmente puede derivar en la aparición de algún tipo de cáncer de piel.
Hagámosle pues caso a la OMS: disfrutemos del sol y de sus innegables beneficios, pero no dejemos que sus peligrosos rayos ultravioleta encuentren a nuestras células desprotegidas.
Sopa de iones y electrones
Sólido, líquido y gas. Estos son los tres estados "clásicos" en las que se presenta la materia. Pero existe una cuarta categoría que, aunque pueda parecer sorprendente, es la más abundante en el universo: el estado de plasma.
El núcleo del Sol está formado por muy pocos elementos: hidrógeno en su mayoría, helio y trazas de otros elementos más pesados como carbono, nitrógeno o silicio. Las elevadísimas presiones a las que está sometido hacen que su densidad sea veinte veces mayor que la del hierro. A pesar de que con esta densidad se podría esperar tener un sólido, los 15 millones de grados centígrados de temperatura a los que se encuentra aportan la energía suficiente para que el núcleo del sol esté en estado de plasma, una especie de "sopa" gaseosa de iones (átomos que han perdido sus electrones) y electrones libres.
Protones y partículas alfa
Cada átomo de hidrógeno está compuesto únicamente por un protón en el núcleo y un electrón orbitando a su alrededor. Así que cuando el hidrógeno pierde su electrón lo que queda es únicamente un protón. Por ese motivo al núcleo del átomo de hidrógeno se le llama habitualmente protón.
Por otro lado, el átomo de helio-4 tiene dos protones y dos neutrones en el núcleo, además de dos electrones en la corteza. Cuando pierde sus dos electrones, al núcleo de helio resultante se le conoce con el nombre de partícula alfa.
El espectro electromagnético
La radiación ultravioleta, igual que la luz visible o los rayos X, es un tipo de radiación electromagnética que transporta energía de un lugar a otro. Las partículas encargadas de transportar la energía electromagnética son los fotones, que se mueven a la velocidad de la luz. Los fotones de baja frecuencia (y, por tanto, de baja energía) resultan inocuos para el ser humano, pero cuanto más energéticos sean, más peligrosos se vuelven.
Ordenados de menor a mayor frecuencia (es decir, de menor a mayor energía), los distintos tipos de radiación electromagnética se pueden clasificar de la siguiente manera: ondas de radio, microondas, radiación infrarroja, luz visible, radiación ultravioleta, rayos X y rayos gamma.
¿Cuánta radiación ultravioleta tenemos hoy?
Según la Organización Mundial de la Salud, "los hábitos personales de exposición al sol constituyen el factor de riesgo más importante de alteraciones ocasionadas por la radiación ultravioleta". Para animar a la población a disfrutar del sol de una manera más segura, la OMS, en colaboración con otras instituciones internacionales, ha establecido el índice UV solar mundial. Este índice es una sencilla medida de la intensidad máxima de la radiación ultravioleta que llega a la tierra al mediodía solar: cuanto más elevado sea el índice, mayor será la probabilidad de sufrir lesiones cutáneas y oculares, y menos tardarán en producirse dichas lesiones. En España, la Agencia Estatal de Meteorología ofrece en su página web información diaria sobre el valor de este índice en las distintas provincias.
El encarnizado ataque de los radicales libres
Toda la materia del universo –un trozo de plástico, una nube, el aire que respiramos o la glucosa de la que obtenemos la energía necesaria para vivir– está formada por átomos. Y aunque existen poco más de cien átomos diferentes, al combinarse entre sí dan lugar a la enorme diversidad de compuestos que nos rodean. Resulta muy habitual que varios átomos decidan compartir sus electrones para unirse y formar una molécula. Pero hay una condición en esta unión: para obtener moléculas estables, todos los electrones deben tener pareja. A veces sucede que un electrón de la molécula pierde a su pareja. Como consecuencia de este proceso, llamado oxidación, la molécula pierde su estabilidad y se convierte en un radical libre. Pero a la naturaleza le gusta la estabilidad, por lo que este radical libre hará todo lo posible por recuperar el electrón perdido para volver a su estado anterior. ¿Cómo lo consigue? Robándole un electrón a la molécula que tenga más a mano. El problema es que si el radical actúa sobre una biomolécula del organismo, produce en ella un daño que es normalmente irreversible: destrucción de la membrana celular, mutaciones en el ADN, modificación de la función biológica de las proteínas...
Los antioxidantes son las únicas sustancias capaces de frenar a los destructivos radicales libres. Los agentes antioxidantes, que son generados por el propio organismo aunque también se pueden ingerir con ciertos alimentos, evitan el efecto destructor de los radicales libres cediéndoles el electrón que necesitan. Pero si la producción de radicales libres aumenta más rápidamente de lo que los antioxidantes pueden actuar (lo que sucede como consecuencia de situaciones de estrés, el consumo de tabaco, la contaminación, la ingesta de alcohol o comidas con exceso de grasa...), su efecto en el organismo conlleva desde el inevitable envejecimiento hasta enfermedades como cáncer, cataratas, artritis o infarto cerebral.